Las últimas encuestas han mostrado a Jeannette Jara como ganadora en primera vuelta, mientras la derecha y la ultraderecha aparecen fragmentadas, aunque con fuerza suficiente para competir en la segunda. El mapa político se mueve entre la promesa de continuidad social y el retorno a un orden moralizante.
A días de las elecciones, resulta pertinente mirar cómo se proyecta una vida cultural en los distintos escenarios políticos, porque es allí donde se evidencian las diferencias más profundas: entre quienes entienden la cultura como un derecho y un espacio de cohesión social, y quienes la conciben como campo de disputa ideológica o instrumento de control moral.
En el ámbito cultural, la candidata oficialista presenta un plan elaborado a partir de encuentros con diversos agentes del sector. Entre sus medidas, destaca el Plan Nacional de Cultura para la Seguridad y la Convivencia, que propone crear Zonas Prioritarias de Intervención Cultural en territorios donde la inseguridad, el abandono y la fragilidad patrimonial limitan el desarrollo comunitario.
El plan contempla la apertura de escuelas fuera de horario para actividades artísticas, el fortalecimiento de identidades locales mediante la memoria y los festivales, y la conservación de sitios patrimoniales en riesgo. No es una medida más en el catálogo de promesas: propone algo que hace tiempo necesitamos —entender la cultura como infraestructura de bienestar y no como adorno de las políticas públicas. Hablar de cultura, en este sentido, no es evadirse de las urgencias del territorio, sino reconocer su capacidad de articular bienestar, sentido y pertenencia.
Esta visión no es aislada. Múltiples municipios –Maipú, Valparaíso, Puente Alto, Viña del Mar, Villa Alemana, Santo Domingo, entre otros– ya lo vienen demostrando con planes culturales participativos y de largo aliento. Según el Ministerio de las Culturas, más de ochenta municipios del país están actualizando o elaborando sus políticas culturales locales, evidenciando que las propuestas territoriales van un paso adelante de los programas nacionales.
Sin embargo, como advierte Bárbara Negrón (El País, 2025), la cultura “parece ausente del debate presidencial”, y no solo por el peso de temas como la seguridad o la economía, sino porque ha perdido centralidad simbólica. Desde el Observatorio de Políticas Culturales, Negrón señala que solo tres de los ocho candidatos incluyen medidas sustantivas en el área, evidenciando una brecha preocupante entre el discurso político y la comprensión real de la cultura como dimensión del desarrollo social.
Su análisis deja en claro que el eje izquierda–derecha ya no basta para explicar las posturas culturales: hoy la verdadera diferencia está entre quienes defienden la cultura como un derecho público y quienes la reducen a un instrumento ideológico o moralizante.
En ese segundo grupo se inscriben las propuestas de Johannes Kaiser y, de manera más velada, las de José Antonio Kast. El primero concibe la cultura como un campo de batalla contra ideas progresistas, el feminismo, el ecologismo, entre otras. El arte y la educación se reducen así a instrumentos de corrección moral, con fondos públicos solo para lo que “eleve el alma del país”. Una concepción que revive el fantasma de la censura y la vigilancia cultural.
Kast, por su parte, modera el tono, pero no el fondo. Donde antes hablaba de “batalla cultural”, hoy propone “recuperar valores” o “reconstruir el tejido social”. Detrás de ese discurso aparentemente moderado persiste la misma matriz ideológica: convierte la cultura en un factor de orden y productividad, vaciándola de su potencia crítica y transformadora.
Frente a ello, la propuesta de Jara —y las políticas que se articulan desde los municipios— invitan a pensar la cultura no como adorno, sino como infraestructura del bienestar democrático. Allí donde la cultura florece, también lo hacen la confianza, la memoria y la convivencia.
Porque, al final, la vida cultural es el espacio de lo común. En ella se construyen los valores que sostienen la democracia, la creatividad social y la posibilidad de imaginar futuros compartidos.
La disyuntiva está planteada: o reconocemos la cultura como derecho fundamental, o la reducimos a un campo de disputa ideológica.
De esa elección dependerá la vitalidad democrática del país.
