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Columna de Opinión

Volver a elegir la Usach

Juan Escrig Murúa, Prorrector Usach.

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  • Diario Usach

  • Lunes 22 de diciembre de 2025 - 11:22

Uno no pasa por una universidad sin que algo de ella se le impregne. A veces es solo un recuerdo, una etapa que se cierra y se archiva con el tiempo. En otros casos —los menos— es una forma persistente de mirar el mundo, de entender lo público y de situarse frente a los problemas colectivos. La Universidad de Santiago de Chile es, para muchos de nosotros, eso último.

Llegué a la Usach como estudiante de pregrado, sin siquiera haberla conocido antes. Como tantos jóvenes, entré buscando una profesión y una oportunidad para desarrollarme. Decidir qué estudiar y dónde hacerlo no es sencillo, y menos cuando la presión por “elegir bien” parece definitiva. Con el tiempo entendí que lo que estaba en juego era algo mucho más profundo: una manera de comprender el conocimiento, su relación con la sociedad y la responsabilidad que conlleva acceder a él. Continué luego como estudiante de postgrado, más crítico y más exigente, empezando a asumir que saber no es acumular respuestas, sino aprender a formular mejores preguntas.

Después vino el postdoctorado en el extranjero y, más tarde, el retorno definitivo como académico: desde profesor asistente a profesor titular. En ese recorrido asumí también responsabilidades de gestión que nunca imaginé como destino personal, pero que entendí como parte de un compromiso con la institución que me había formado. Cada una de esas etapas me permitió observar a la Usach desde un lugar distinto, con tensiones y responsabilidades diferentes.

Hoy, cuando miles de jóvenes están decidiendo dónde estudiar y qué camino formativo seguir, no puedo evitar volver a mi primer ingreso al campus. El mundo ha cambiado. Pandemia, crisis climática, transformaciones tecnológicas y democracias tensionadas forman parte del escenario cotidiano. La incertidumbre ya no es una excepción: es el contexto en el que se toman decisiones relevantes.

La Universidad de Santiago no es una institución cómoda. Nunca lo ha sido. Tampoco pretende serlo. Es una universidad que incomoda porque no se conforma con describir la sociedad tal como es, sino que se siente llamada a interpelarla y a buscar, de manera persistente, oportunidades de mejora colectiva. Por eso no se acomoda a respuestas simples ni se refugia en la nostalgia. Aquí el mérito convive con la desigualdad de origen y la excelencia con la escasez de recursos. Conviven también los discursos sobre desarrollo con la dificultad cotidiana de sostener una universidad pública compleja en un país que suele recordar el valor estratégico de lo público solo cuando este comienza a erosionarse.

En la Usach aprendí que la educación pública no es un concepto abstracto. Es una práctica diaria, frágil y exigente, que se construye en la sala de clases, en el laboratorio, en la gestión universitaria y en el trato cotidiano entre personas diversas. Y se sostiene, sobre todo, en una pregunta esencial: ¿para qué hacemos lo que hacemos?

Esa pregunta atraviesa a estudiantes, docentes, funcionarias y funcionarios, y debería hacerlo con especial fuerza en quienes tenemos responsabilidades de conducción institucional. No es una pregunta retórica ni meramente académica. Es una pregunta política, en el sentido más profundo del término, porque tiene que ver con el tipo de país que estamos ayudando a construir desde la universidad.

En este escenario, la Universidad de Santiago no promete trayectorias fáciles ni éxitos instantáneos. Ofrece algo menos vistoso, pero más duradero: una formación exigente, en un entorno socialmente diverso, y una tradición que entiende el conocimiento como un bien público, y no como un bien de consumo.

Esa convicción no se expresa solo en discursos. Se expresa también en hechos. Que la Universidad de Santiago cuente hoy con la máxima acreditación institucional del sistema chileno no es un punto de llegada, sino el estándar que nos autoexigimos como comunidad. Es la confirmación de que una universidad pública, crítica y diversa puede sostener altos estándares de calidad sin renunciar a su vocación social. Es, en el fondo, el resultado de una comunidad que ha entendido que la excelencia no se declama: se construye.

Esta universidad ha estado presente en momentos decisivos de la historia del país, casi siempre desde la convicción de que la neutralidad, frente a la desigualdad o la injusticia, no es una virtud académica, sino una forma de renuncia. Ser parte de la Usach deja una marca. No una marca de superioridad, sino de responsabilidad: una mezcla de orgullo, autocrítica y sentido de pertenencia que no se disuelve cuando uno deja el campus. Esa marca explica por qué quienes pasamos por aquí seguimos sintiendo que esta universidad no es solo un lugar del pasado, sino una tarea permanente que se renueva con cada nueva generación.

A quienes hoy están decidiendo su futuro académico, mirando carreras y universidades con más dudas que certezas, les diría que elegir la Universidad de Santiago de Chile es decidir formar parte de una historia que no siempre es cómoda, pero que siempre es significativa. Es aceptar una formación exigente, en un espacio real de diversidad social, donde las preguntas importan tanto como las respuestas. No es el camino más simple ni el más corto. Pero sí el que deja huella.

Yo la elegí hace muchos años, sin saber todo lo que eso implicaba. Hoy puedo decir que sigo eligiéndola, día a día, no como un gesto nostálgico, sino como un acto de lealtad con una idea de país. Una forma —quizás modesta, pero persistente— de no renunciar a ella.