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Columna de Opinión

Entre el grito y la fantasía: Milei, Charly García y los títeres de la libertad

Daniel Morales (psicólogo clínico) y Claudio Coloma (doctor en ideología y análisis del discurso)

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  • Lunes 20 de octubre de 2025 - 12:32

Ver a Javier Milei liderando una banda de rock en un estadio desconcierta, no solo por el espectáculo, sino por su apropiación de una estética históricamente opuesta a su proyecto político. Incluso cantó “Demoliendo hoteles”, el himno de Charly García que simbolizó rebeldía y resistencia frente al autoritarismo.

El rock argentino rompió los límites de la pobreza cultural y del control simbólico impuesto por las dictaduras, convirtiendo canciones como esta en himnos generacionales de libertad. Sin embargo, en la letra se percibe una paradoja: “Yo que crecí con Videla… Yo que luché por la libertad. Pero nunca la pude tener.” Como una encarnación porteña de Lacan, Charly nos habla de la fantasía de una libertad imposible, cuya persecución genera dolor y frustración.

En ese mismo registro cultural, pero desde la vereda opuesta, el reciente Tiny Desk de 31 Minutos se volvió un fenómeno global al combinar humor, ternura y una crítica sutilmente política. Mientras Milei vocifera desde el exceso, Tulio Triviño y sus amigos construyen una parodia inteligente de la banalidad mediática y del absurdo del poder. En uno de los pasajes más comentados, los personajes ironizan sobre la paranoia y el discurso del miedo encarnado en el latino inmigrante, resonando en aquel clima político que incubó a una ideología que se expande desde Washington hasta la Patagonia.

Allí donde el presidente argentino grita “¡Viva la libertad, carajo!”, los chilenos de 31 Minutos ironizan con sutileza y sin estridencias. Su humor recupera ese papel histórico del rock latinoamericano como corriente contrahegemónica, heredero de la sensibilidad crítica de Violeta Parra, Víctor Jara o incluso la del mismo Charly.

Con su recital, Milei resulta perturbador por su modo de existir públicamente: una energía que desborda y transgrede los límites de lo simbólicamente posible en la política. En ese exceso reside su atractivo y peligro, donde la pulsión autodestructiva sustituye al proyecto republicano y el rock de la rebeldía se convierte en banda sonora de un poder sin rumbo. A diferencia de 31 Minutos, Milei encarna el show completo: es personaje, público y aplauso. No interpreta un papel; él es el personaje que evidencia que la política se volvió espectáculo.

La sutileza de unas marionetas contrasta con la desmesura de un político que no parlamenta: se impone. En una democracia frívola, su furia se convierte en proyecto político y lo delirante en verdad ideológica. Detrás del grito hay un desborde emocional mal gestionado: su figura de león —como en un cuento de Disney— fue devorada por la lógica del poder, y ese héroe shakesperiano encarna lo que personajes como el conejo Bodoque ridiculizan: la ilusión de que los fantasmas yacen fuera del inconsciente, alimentando la paranoia colectiva. Ya no ruge la libertad, sino un coro de cortesanos mientras la institucionalidad resiste, y la rabia de los argentinos queda atrapada en la impotencia de lo indecible, acumulándose como una olla a presión.

Ahí aparece la paradoja: el hombre que se dice libre es prisionero de su propio delirio. En su gesto de dinamitarlo todo hay una forma de omnipotencia que roza lo infantil, o, probablemente, un trauma de infancia: una sobrestimación de sus propias capacidades, una dificultad evidente para aceptar sus límites. Esa dudosa capacidad de convivir con un mundo que no obedece a su deseo es lo que vuelve su figura tan perturbadora.

Milei no sólo expresa una crisis de la democracia: expresa la crisis del sujeto contemporáneo. Su exceso es nuestro propio exceso. Su impulsividad, nuestra frustración.

Su eficacia política radica en condensar el malestar de una época que ya no busca comprender, sino liberar la emoción reprimida. No inventó el deseo de romper los marcos sociales, pero lo encarna en su forma más destructiva: un liderazgo que no gestiona la divergencia política, sino que opera por pura adhesión afectiva. Confunde la rebeldía con la negación y la verdad con el grito. Los títeres de 31 Minutos, en cambio, trabajan como la terapia colectiva que nos ayuda a procesar esa insoportable levedad en la que han caído nuestras democracias.

Quizás por eso, más que un político, Milei es un síntoma: no solo de Argentina, sino de toda esa América Latina que abrazó el liberalismo democrático casi como religión, olvidando que era solo una posibilidad histórica tras la Guerra Fría y el fin de las dictaduras. En ese olvido surge el terreno fértil donde figuras como la suya reclaman hablar en nombre de la libertad.

Milei encarna nuestra dificultad para tolerar la falta permanente que impide la plena realización de nuestras libertades, habitar las contradicciones sociales y aceptar nuestra fragilidad. Cuando el poder se confunde con el goce, deja de gobernar y empieza a devorarse a sí mismo.

Quizás por eso el contraste con 31 Minutos resulta tan revelador: mientras Milei transforma la política en un concierto de egos y gritos, las marionetas chilenas recuperan la racionalidad mesurada del espacio democrático. En tiempos donde el cinismo y la furia dominan el discurso público, un puñado de títeres logra lo que la política parece haber olvidado: que la verdadera libertad no se conquista destruyendo, sino creando espacios compartidos de imaginación, ironía y empatía. Tal vez, en esa ternura subversiva, resida hoy la forma más lúcida de resistencia.