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Columna de Opinión

La famosa alianza público-privada para la cultura

Florencia Rioseco (periodista y MA Cultura Contemporánea) y Consuelo Cerda Monje (bailarina, gestora cultural y doctora en Arte y Educación),

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  • Martes 14 de octubre de 2025 - 10:45

El Presidente de la República, Gabriel Boric, anunció recientemente un aumento del presupuesto de Cultura para el 2026. Una propuesta económica sólida, que ha sido, en general, bien recibida por el sector, incluyendo a organizaciones como el Observatorio de Políticas Culturales.

Al mismo tiempo de esta recepción positiva, sin embargo, han surgido algunas voces que cuestionan la decisión ejecutiva de este incremento, frente a problemas urgentes de seguridad y violencia.

En numerosas oportunidades, se han presentado argumentos que explican que este tipo de medidas impactan positivamente la estructura de un sistema, logrando, a largo plazo, modificar problemas de delincuencia en una lógica órganica, pues el desarrollo de la cultura permite avanzar en igualdad, democracia y participación

Antes que profundizar en ello, pues se trata de una cuestión, a esta altura, sumamente comprobable, vale la pena retomar una de las soluciones presupuestarias que el Estado chileno ha pensado acerca de la cultura desde la década de los 90 en adelante: la invitación a los privados a ser parte de participar económicamente en el desarrollo de la cultura

Entre diferentes encuentros y conversaciones –locales e internacionales– parece existir un consenso: potenciar y fortalecer las alianzas público-privadas es clave para este propósito Pero la pregunta que realmente importa es ¿Cómo se materializa ese acuerdo? ¿Cómo logramos que la cultura se vuelva imprescindible tanto para el sector público como para el sector privado?

Aquí conviene detenerse en una cuestión básica: ¿A qué nos referimos cuando hablamos de “sector privado”? ¿Quiénes lo conforman realmente? En primer lugar, hablar de “alianzas” supone saber quiénes se sientan a la mesa, qué intereses los mueven y bajo qué valores se construye una posible relación entre todas las partes.

Si existiera, por ejemplo, un incentivo que promoviera la relación público-privada desde una política cooperativa –más allá del mecenazgo tradicional– podríamos imaginar un tipo de vinculación donde no haya una parte “necesitada” y otra “benefactora”, sino una relación horizontal basada en colaboración y reciprocidad. En el momento en que una de las partes se ve más dependiente que la otra, la posibilidad de actuar desde la igualdad se desdibuja. ¿Es, entonces, posible salir de la lógica del “beneficio”? 

El mecenazgo, en su forma actual, contempla una visión anclada en la lógica del mercado y del éxito. El financiamiento se asocia al retorno, a la visibilidad, masividad o a la rentabilidad simbólica. Pero ¿qué otros incentivos podrían consolidar una alianza público-privada más justa y sostenible? ¿Qué pasaría si el compromiso del sector privado con la cultura se pensara más allá de las rebajas tributarias, entendiendo que el aporte cultural también impulsa el desarrollo económico, social y comunitario? 

No se trata de negar la importancia de la realidad fiscal ni del mundo financiero, sino de imaginar nuevas formas de cooperación que no pasen únicamente por el interés económico. La pregunta clave es si estamos dispuestos a construir una relación basada en el compromiso sostenido y no solo en beneficio mercantil puntual.

Tal vez ha llegado el momento de “desenfadar la mirada hacia la cultura”, de dejar de verla como un lujo, un privilegio, un gasto o una cuestión que pertenece exclusivamente a  un sector, pues, en realidad, la cultura forma parte constitutiva de nuestra sociedad. La cultura no es un adorno del desarrollo, sino su pulso más profundo, un bien común que debería formar parte de nuestra canasta básica. Así lo entendió Gilberto Gil durante su gestión como ministro de Cultura de Brasil (2003–2008), cuando impulsó la creación de los Pontos de Cultura, una política pública pionera que transformó el modo de concebir la relación entre Estado y comunidad. 

A lo largo de su implementación, más de 4.500 puntos de cultura han beneficiado directamente a millones de personas en comunidades urbanas, rurales, indígenas y afrodescendientes, demostrando que invertir en cultura comunitaria genera cohesión social, identidad y desarrollo sostenible.

Pensar en una cultura de la cooperación, tanto nacional como internacional, en modelos de financiamiento colaborativo y en estrategias que promuevan la sostenibilidad cultural y la empleabilidad, no son ideas utópicas, sino caminos posibles que exigen voluntad política y compromiso ciudadano.

Una ciudad con un vasto proyecto cultural no es aquella que acumula “eventos”, sino la que propicia el encuentro, construye lo común y hace del diálogo, la participación y la cooperación una forma cotidiana de habitar.

De este modo, la famosa alianza público-privada cobra verdadero sentido solo cuando se orienta hacia una comprensión de la cultura como algo inseparable de lo que somos y de lo que hacemos. Solo desde ahí es posible fortalecer tanto a las instituciones como a la ciudadanía, generando las condiciones necesarias para una democracia cultural viva y participativa.