En la vida cotidiana de las escuelas abundan los informes, los indicadores de rendimiento y las exigencias administrativas. La conversación pública sobre la educación suele girar en torno a los resultados académicos, las brechas en pruebas estandarizadas o las reformas curriculares que marcan el paso del sistema. Sin embargo, quienes habitamos las escuelas sabemos que hay otra dimensión, silenciosa e invisible, que sostiene el trabajo educativo día a día: los gestos de cuidado. Son esos actos pequeños, fugaces, que no se miden ni se reportan, pero que constituyen el tejido profundo de la vida escolar.
Un gesto de cuidado no es necesariamente grandilocuente. Puede ser tan sencillo como un profesor que comparte con otro material para aliviar su carga, una inspectora que escucha con paciencia a un estudiante que llora en los pasillos, una directora que reorganiza la jornada para que su equipo tenga un respiro, o una familia que reconoce con gratitud la dedicación de los docentes. También lo es cuando un estudiante le ofrece a otro acompañarlo en un momento de angustia, o cuando un curso entero guarda silencio para cuidar la voz cansada de su profesor. En todos esos gestos, aparentemente menores, se condensa una ética que afirma la dignidad y el valor de las personas.
La profesión docente, tantas veces retratada como una tarea solitaria tras la puerta del aula, encuentra en estos gestos una red de sostén que rompe con el aislamiento. Cuando un colega cubre la clase de otro sin reproches, cuando alguien ofrece tiempo de escucha después de una jornada difícil o cuando se transmite un mensaje de aliento en medio de la fatiga, se produce un acto de resistencia contra la lógica de la competencia y la sobreexigencia. Los docentes cuidan y se cuidan, no solo como estrategia de supervivencia, sino como expresión de un compromiso con la vida compartida.
Los equipos directivos, a su vez, tienen la oportunidad de ejercer cuidado cuando reconocen los límites humanos de su personal, cuando defienden tiempos de descanso frente a la presión externa, o cuando se toman en serio las emociones de sus comunidades. En esos actos, dirigir no se reduce a administrar, sino que se convierte en una forma de validar a quienes hacen posible la escuela. Los asistentes de la educación, inspectores, paradocentes, auxiliares, también encarnan gestos de cuidado fundamentales: son los primeros en percibir tensiones, en sostener a estudiantes desbordados o en aliviar tareas invisibles que sostienen la cotidianidad escolar. Sus acciones, aunque poco reconocidas, son esenciales para que la escuela no se quiebre.
El cuidado no circula solo de arriba hacia abajo. También se teje horizontalmente entre los estudiantes y hacia los docentes. Cuando un grupo se organiza para acompañar a un compañero enfermo, cuando un curso expresa gratitud a su profesor o cuando un alumno se preocupa por el estado de ánimo de quien enseña, la escuela se convierte en una comunidad donde la vulnerabilidad no es signo de debilidad, sino oportunidad de encuentro. Y las familias, en lugar de situarse únicamente como demandantes, participan del cuidado cuando reconocen la humanidad de los educadores y se involucran de manera respetuosa y colaborativa.
Hablar de gestos de cuidado, por lo tanto, es hablar de una ética compartida que no pertenece en exclusiva a los docentes, sino a toda la comunidad educativa. No se trata de actos aislados de buena voluntad, sino de prácticas que, cuando se sostienen en el tiempo, van configurando una cultura escolar. El cuidado no debería quedar al arbitrio de la vocación personal de individuos excepcionales, sino transformarse en parte de la organización misma de la escuela: tiempos protegidos, políticas de reconocimiento, espacios de autocuidado y dispositivos de apoyo profesional que institucionalicen el derecho a cuidar y ser cuidado.
En tiempos marcados por la sobrecarga laboral, la desconfianza y la fragmentación, reconocer el valor de estos gestos es también un acto político. Cada vez que un profesor comparte su saber, que un directivo protege a su equipo, que un estudiante escucha a otro o que una familia agradece con sinceridad, se está construyendo una escuela que resiste al mandato de ver a las personas como piezas de un engranaje productivo. Los gestos de cuidado son, en este sentido, pequeñas formas de subversión: recordatorios de que la educación es, antes que nada, un trabajo con seres humanos.
Quizás haya llegado el momento de reubicar el cuidado en el centro del debate educativo. No como una tarea adicional que recae en los hombros de quienes ya están sobrecargados, sino como la condición de posibilidad de todo lo demás. Enseñar no es solo transmitir contenidos; es sostener vínculos, abrir horizontes, cuidar la vida común. Y la escuela, si quiere cumplir su misión, solo podrá hacerlo si reconoce que su verdadera arquitectura no está hecha de planes y reglamentos, sino de esos gestos pequeños que mantienen unida la comunidad y le otorgan sentido a la educación.